Aquello de vivir parecía ya controlado. Mi hermana y yo seguíamos compartiendo la misma cuna, los mismos abrazos, la misma familia y las mismas visitas. Todo alrededor parecía sonreir. Las mujeres se habían puesto como locas a darle a la aguja, para hacernos faldones, para hacernos pañales, (algunos hasta con vainica) y todo lo que necesitásemos para estar guapas. No sólo de leche vive el hombre (en este caso las niñas). Nos seguíamos dando patadas y codazos, eso sí, y seguíamos aguantando que de vez en cuando se asomase la cabeza de eso que llamaban hermano, y nos echase la lengua, nos mirase mal, o intentase meternos el dedo en el ojo. Grande era nuestra satisfacción cuando alguien se lo llevaba, dándole algún que otro coscorrón, y hablándole en un tono que parecía que no era muy amigable.
De vez en cuando, entre nuestra abuela y nuestra tía, nos pesaban. Para hacerlo, utilizaban una sábana. La sujetaban por las esquinas y a nosotros nos ponían en el medio. Así controlaban sin engordábamos o no. No sé muy bien cómo se las arreglaban para hacerlo. ¿Tendrían una romana, y nos colgarían a las dos, apuntarían el peso, y después pesarían sólo a una, anotando la diferencia y adjudicándonos unos ciertos kilos a cada una?
Sin embargo, había algo que a mí me daba vueltas en la cabeza: ¿tendríamos o no padre? No se le veía por ninguna parte. Además, ni siquiera sabíamos qué era eso. Lo oíamos nombrar de vez en cuando, y nada más. Un día se lo pregunté a mi hermana. Ella no lo había pensado y enseguida se preocupó. Lo comentábamos entre las dos, porque no eran tiempos aquellos de nacer sin padre, encima siendo gemelas y teniendo un hermano que nos llevaba dieciséis meses. Cuando se acercaba alguien, le preguntábamos ¿pero tenemos o no tenemos padre? Naturalmente, ellos solo escuchaban “tata gugu gugu tata”, y se reían y comentaban que parecía que queríamos hablar. Entonces nos mirábamos, y sintiéndonos hondamente incomprendidas, nos echábamos a llorar. Y se reían y decían “mira, mira que graciosas, que pucheritos hacen”.
Pensábamos entonces que habíamos llegado a un mundo en que es muy difícil entenderse y comprenderse. Y cansadas, nos dormíamos.
¡qué bonitiñas! ¡qué tranquilitas duermen! Decían.
De vez en cuando, entre nuestra abuela y nuestra tía, nos pesaban. Para hacerlo, utilizaban una sábana. La sujetaban por las esquinas y a nosotros nos ponían en el medio. Así controlaban sin engordábamos o no. No sé muy bien cómo se las arreglaban para hacerlo. ¿Tendrían una romana, y nos colgarían a las dos, apuntarían el peso, y después pesarían sólo a una, anotando la diferencia y adjudicándonos unos ciertos kilos a cada una?
Sin embargo, había algo que a mí me daba vueltas en la cabeza: ¿tendríamos o no padre? No se le veía por ninguna parte. Además, ni siquiera sabíamos qué era eso. Lo oíamos nombrar de vez en cuando, y nada más. Un día se lo pregunté a mi hermana. Ella no lo había pensado y enseguida se preocupó. Lo comentábamos entre las dos, porque no eran tiempos aquellos de nacer sin padre, encima siendo gemelas y teniendo un hermano que nos llevaba dieciséis meses. Cuando se acercaba alguien, le preguntábamos ¿pero tenemos o no tenemos padre? Naturalmente, ellos solo escuchaban “tata gugu gugu tata”, y se reían y comentaban que parecía que queríamos hablar. Entonces nos mirábamos, y sintiéndonos hondamente incomprendidas, nos echábamos a llorar. Y se reían y decían “mira, mira que graciosas, que pucheritos hacen”.
Pensábamos entonces que habíamos llegado a un mundo en que es muy difícil entenderse y comprenderse. Y cansadas, nos dormíamos.
¡qué bonitiñas! ¡qué tranquilitas duermen! Decían.
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